1.LEE EL SIGUIENTE CUENTO DE RAY BRADBURY
La mañana verde
Ray Bradbury
Cuando el sol se puso, el hombre se sentó no muy lejos del sendero, preparó
una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida
a la boca y masticaba pensativamente. ´
…
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que
Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho
aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las
ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno.
Un árbol podía hacer tantas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse
en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura
de alimento y de placer. Todo eso era un árbol. Pero los árboles eran, ante
todo, fuentes de aire puro y un suave murmullo que adormece dulcemente a los
hombres acostados de noche en lechos de nieve…
…
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la
apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de
amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá
que volver a la Tierra.
-¡No!
…
«Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta por falta de aire.» Y
volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon
los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos.
Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin una hierba…Pero ¿y si trajera
nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones,
magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué pasaría entonces? Quién sabe qué
riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque
los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de
cansancio.
Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones.
Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en las cámaras
frigoríficas volantes, y los escasos jardines públicos verdeaban en
instalaciones hidropónicas…
En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y estacas,
llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar
atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente
seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su
campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra,
estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso
valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las
lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se
acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el
curso del tiempo…
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta
noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un
ojo, nublándole la vista. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir
mán el sabor del aire y las estrellas y arrastraba un polvo acre y se le movía
en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y su camisa azul. La lluvia arreciaba
en gotas más sólidas.
Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el
agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por
el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas,
recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de
celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente
sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un
interminable y caluroso mes de trabajo, al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una verde mañana.
Los árboles se erguían perfilándose contra el cielo, uno tras otro,
hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había
plantado en semillas y estacas. Y no árboles pequeños, no, ni tiernos retoños,
sino árboles grandes, inmensos y altos como diez hombres, verdes y verdes,
vigorosos y densos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles
susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos,
mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos,
eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo
mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas,
nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Benjamín Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente de agua, como un río de las
montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes…Un
instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente
se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con
mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones que latían
apresuradamente, y cuerpos rendidos animados por el baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y
húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido
hacia la luz amarilla del sol.
FIN
Ray Bradbury en Crónicas Marcianas, Buenos Aires, Minotauro, 1987.
2- Respondé las preguntas en tu carpeta
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